Un relato debe tener dos partes:  debe haber quien lo escucha, y debe haber quien lo cuente. Así las historias trascienden, siendo contadas de una a otra generación.

Sin embargo, escuchar y compartir nuestras experiencias no es algo que sepamos hacer por defecto. No es algo que nos enseñan en el colegio, ni en nuestra casa, desafortunadamente. Hablo por mí, y debo decir: yo no sé escuchar, y lo siento. Me encantaría mejorar en ese aspecto.

En mi casa y en mi crianza, el diálogo no fue un pilar. Lo que veía era, más bien, discusiones acaloradas, y otras un tanto superficiales, que no iban a lo profundo del ser, que no cuestionaban o invitaban a exponer realmente lo que había en nuestros corazones y en nuestras emociones.

No culpo a nadie, por supuesto. Como se dice comúnmente, todos hicieron lo mejor que podían con lo que tenían. Sin embargo, eso puede cambiar. O, por lo menos, debería querer ser cambiado.

Nunca es tarde para establecer bases del diálogo, del escuchar. Nunca es tarde para abrir el corazón y, desde la vulnerabilidad, expresar nuestras miserias. Es una gran catarsis sacarlas de nosotros y ponerlas sobre la mesa. Contrario a lo que se pensaría —que podríamos quedar en desventaja o sentirnos débiles— esto es un proceso terapéutico de un valor incalculable.

Si ya no cargas esa mierda dentro de ti, ya no podrá hacerte daño de la forma como lo hacía antes.

Finalmente, vale la pena recordar que no son los eventos los que causan dolor o sufrimiento, sino la interpretación que hacemos de los mismos, y la incapacidad de aceptar y transitar las emociones propias de cada situación.

El mundo no va a cambiar, pero sí podemos cambiar la forma de ver el mundo. Y lo que antes era un evento catastrófico, ahora puede ser simplemente un aprendizaje, o un recuerdo.

Nunca es tarde para cambiar nuestros pensamientos y nuestras creencias. Nunca es tarde para reconstruirnos y renacer más fuertes.

Y menos contaminados.